Los secretos de Aniago y la única cartuja de Valladolid

Los secretos de Aniago y la única cartuja de Valladolid

Junto a Villanueva de Duero, esta villa despoblada fue la novia de muchos reyes y órdenes religiosas hasta que los diferentes hechos históricos la liberaron, entregándosela al pueblo llano y a sus labores agrícolas hasta su abandono total

Muchos son los pueblos que quedaron en el olvido. Malezas que crecen en las calles que un día recorrían jóvenes y mayores; ruinas que presentan un paisaje desolador en el que la fauna es la reina del entorno y con cada día cae un nuevo tabique o ladrillo. A cuatro kilómetros de Villanueva de Duero, donde los campos copan los terrenos y el Adaja y el Duero se funden para ser uno solo, se alzan los restos de Aniago, una pequeña población labriega que desapareció en el siglo XX, dejando tras de sí los recuerdos de una vida y los vestigios de sus cimientos.

Rodeada de pinares y a orillas de las riberas más características de la zona, la abandonada villa de Aniago tuvo su origen en el siglo XII, cuando el interés de los reyes por fundar un monasterio en este término popularizó su existencia, de tal modo que la primera noticia que se tiene de una donación la realizó la reina Urraca de Castilla a los monjes de Santo Domingo de Silos, quienes para el buen aprovechamiento de las aguas fluviales construyeron una pesquera entre Villamarciel, denominada Torrepesquera, y otra en Villanueva, Otea.

Los eclesiásticos levantaron modestas viviendas, pero no echaron raíces, y después de ellos el pueblo pasó por diferentes manos hasta volver en el siglo XV a las del ayuntamiento de Valladolid. Y mientras los altos estamentos se pasaban el municipio como si de una pelota se tratase, sus habitantes continuaban con sus rutinas.

En este devenir, el Consistorio recibió la orden en 1409 que lo obligaba a vender “el lugar y jurisdicción de Aniago con todos los pastos por 2.000 maravedíes de juro de heredad perpetua” al obispo de Segovia, Juan Vázquez de Cepeda, para que este a su vez instaurase allí un hospital u hospedería para capellanes mozárabes con un oratorio que los permitiese celebrar el rito mozárabe, que hasta ese momento sólo se podía realizar en la catedral de Toledo.  

Por su parte, el obispo hizo grandes regalos a esta construcción, empezando por las reliquias imprescindibles para la consagración del altar mayor y para atraer visitas y peregrinaciones, de tal forma que incluso se llegó a establecer una romería anual que fue muy famosa en el entorno. Cuando el religioso murió, dejó escrito en el testamento que la patrona de la villa sería la reina María de Aragón, quien decidió levantar  un nuevo monasterio cartujano en 1441 que, a pesar de ser el más pobre del país, se convirtió en el núcleo de Aniago en torno al cual se desarrollaba la vida del pueblo, además, la cartuja de Nuestra Señora de Aniago era y es, aún hoy, el único edificio de esta orden religiosa en la provincia de Valladolid.

Tal era la humildad del complejo que, visto desde fuera, más parecía una casa de labor que un monasterio, y la vida en él se desarrollaba con rezos, intrigas, convivencias y desavenencias propias de cualquier comunidad de monjes. Sin embargo, con la llegada de la invasión francesa y el comienzo del conflicto bélico, los centros religiosos masculinos sufrieron infinidad de atentados, y este no iba a ser una excepción. Por ello, tuvieron que dar cobijo a noventa soldados y poner a su disposición la comida y las instalaciones para sus animales hasta que fueron expulsados y el edificio se convirtió en cuartel.

Pero no todo en la ocupación gala fue malo, ya que en 1810, con la llegada del general Kellermann, los muros que hasta entonces habían sido testigos de los rezos de los monjes y los exabruptos de los soldados, dieron un giro radical para acoger entre la mampostería de su hospedería una escuela; un centro educativo en el que se enseñaba, de manera gratuita, a leer, escribir y contar a los pobres y campesinos, proporcionándoles también los materiales necesarios para su aprendizaje.

Esto se mantuvo hasta el fin de la guerra de independencia española, cuando los monjes regresaron a la villa, aunque no por mucho tiempo, puesto que con la llegada del Trienio Liberal y, posteriormente, la desamortización de Mendizábal, la exclaustración fue definitiva y el patrimonio que poseían fue subastado o repartido entre distintas instituciones, y en 1836 el monasterio cartujano dejó de existir como tal, dejando el edificio abandonado a las inclemencias del tiempo y la erosión del olvido.

El pueblo

Después de la expulsión de los religiosos, los habitantes de Aniago se mantuvieron firmes a sus cultivos, y mientras la naturaleza avanzaba por los muros del claustro, abriendo camino a la vida y derribando los inertes cimientos, ellos siguieron viviendo en sus casas molineras, rodeados de aperos y labranzas, pero sin el amparo de los hermanos cartujanos.

En los años sesenta, la pobreza era la tónica principal del pequeño pueblo, y para poder viajar hasta Valladolid tenían que ir andando, ya que aunque sí que existía servicio de autobús, la mayoría no se lo podía permitir.  

Además, no contaban con ayuntamiento, escuela, centro sanitario, ni tampoco iglesia, así que para acceder a estos servicios debían andar los cuatro kilómetros que los separaban de la localidad vecina de Villanueva. Pero lo más complicado era ir a estudiar, y cada día los niños cruzaban el río por un atajo para poder llegar hasta el colegio.

Estas condiciones hicieron que, poco a poco, las viviendas de los agricultores se sumaran al monasterio en su abandono, y que los vecinos, que entonces ya no eran muchos, fueran dejando atrás la vida en esta población.

A pesar de esta huida hacia nuevos horizontes, el campo no se dejó, y aunque los labriegos ya no vivían en Aniago continuaron cultivando hasta nuestros días, de tal forma que el cereal y otros productos mantienen lo que antiguamente fue un importante monasterio del que ya sólo quedan ruinas y recuerdos en papel.

Mar de surcos

La siembra no era la única labor que se llevaba a cabo en este entorno, sino que la caza menor copaba las horas de fin de semana en las que los aparejos descansaban. Una referencia a ello la encontramos en la obra ‘Diario de un cazador’ de Miguel Delibes, donde el autor habla de cómo se disputaba las perdices con su cuadrilla en el Camino de la Cerviguera y menciona las ruinas de la antigua cartuja de Aniago; una parada en la que el literato disfrutaba, no solo por la historia a las espaldas del sitio, sino por su valor paisajístico, al que describe como “un mar de surcos que hasta duelen los ojos de la perspectiva”.

Tras la jornada con la escopeta al hombro, el escritor se deleitaba con lo que quedaba del antiguo monasterio y las casas que lo colindaban, que no era mucho, ya que del centro religioso, un día visitado por reyes y grandes emperadores, sólo se conservaba y se conserva la humilde estructura original, destacando la iglesia de estilo gótico y su alta espadaña. En el interior, todavía se atisban decorados en escayola y un arco de piedra, y en la parte de la finca que mira al Adaja aún se puede ver donde un día se ubicaron las dependencias de los monjes.

Reyes, eclesiásticos y campesinos transitaron hace siglos Aniago, hoy despoblado y con la única vida de la fauna y la flora que campa a sus anchas entre tapiales, y aunque casi en el olvido, los vestigios de lo que fue aún resuenan cuando los curiosos, cazadores o agricultores, pasean por las ahora calles imaginarias en las que el rumor de la gente que las recorría se ha convertido en un silencio que cuenta la historia que las precedió.