Crónica de… Un artista gráfico
Jesús Sobejano ha dedicado más de cuarenta años a las artes gráficas, una profesión que recuerda con nostalgia y de la que, tras su jubilación, nunca se ha desprendido
Entre tipos y clichés, cajas y composiciones, Jesús Sobejano lleva la tinta y el papel grabados en la piel. Con añoranza, pero con la misma ilusión de cuando empezó en el negocio, habla de su oficio como si de uno de los miembros de su familia más queridos se tratase. Enamorado de la profesión y de la satisfacción de un trabajo bien hecho, rememora cómo en sus tiempos la técnica era fundamental, tanto que cada movimiento suyo tenía que ser como una pincelada precisa; cuando los moldes eran lienzos… cuando las artes gráficas eran arte.
Sus primeras impresiones las hizo en la imprenta de don Rafael Velasco, donde su hermano era el encargado y la necesidad de contratar a un muchacho le abrió las puertas hacia la que iba a ser la profesión de su vida. Con los años los dueños cambiaron, hasta que su propio hermano se convirtió en el propietario de la misma y se fundó así ‘Imprenta Sobejano’.
Casi como el padre de la impresión cuando la inventó, en aquella época los artistas gráficos contaban para su labor con una serie de herramientas esenciales para llevar a cabo los encargos. Entre ellas no sólo estaban las propias máquinas, sino también todos los elementos que eran necesarios para dar vida a sus obras. Así, en vez de caballetes, las paredes del taller estaban rodeadas por chibaletes, es decir, los pupitres en los que ellos llevaban a cabo las composiciones y donde guardaban las piezas y tipos con los que se realizaban.
Una vez hecho el encargo y con todos los materiales preparados, llegaba el momento de ponerse a trabajar en ello. Lo primero era medir, y para ello los impresores contaban con un sistema métrico tipográfico llamado cícero, una regla denominada tipómetro y unas láminas con las que calculaban el espacio que iba a ocupar. El siguiente paso era elaborar el molde letra a letra.
Las letras grabadas en estas piezas no estaban colocadas de manera correlativa. En su defecto, guardaban un orden muy particular, de tal manera que aquellas más usadas se ubicaban más cerca y en cajas más grandes, y el resto alrededor; excepto en el caso de las mayúsculas –dispuestas en la parte superior de la caja-, de las que había dos tipos de un mismo cuerpo de letra y que se denominaban ‘versales’ si eran más grandes y ‘versalitas’ si eran más pequeñas. Además, había que ponerlas en el molde de modo que se leyera de derecha a izquierda, para que cuando se llevasen al papel tuvieran el orden correcto, «como si se reflejasen en un espejo». Para comprobar que estaban situadas de la manera adecuada, cada tipo tenía un cran, es decir, una muesca que debía coincidir con el resto.
Jesús recuerda que ver al cajista trabajar era como ser testigo de un baile de manos, y el ‘tac, tac, tac’ de los tipos colocándose en los moldes marcaba el compás de esta singular danza que se repetía a la hora de distribuir de nuevo cada letra en su correspondiente lugar, «siempre en el orden en el que se habían ido cogiendo».
Tras elaborar la composición había que imponer el molde en la rama y esta finalmente se ubicaba en las máquinas tipográficas para la impresión, que se llevaba a cabo a través de un sistema de absorción que cogía el papel y lo ubicaba entre la rama y los rodillos que iban extendiendo la tinta, y después lo llevaban a una galera, parecido a una bandeja.
Con tres personas trabajando a destajo, cada uno tenía su especialidad; entre ellos se complementaban, de tal forma que unos eran mejores cajistas, otros buenos con las máquinas y a alguno le gustaba controlar todos los campos. Lo que el trío tenía en común era que apenas podía contar con un segundo libre desde que entraba a trabajar. El impresor apunta con sorna que «por aquel entonces fumábamos en el taller, y siempre teníamos la coña de a ver cuándo podríamos contar con una mano libre para fumarnos un cigarro, ya que cuando componíamos no parábamos».
Pero las manos no eran lo único que no se podía despegar de los moldes y las máquinas, sino que eran necesarios los cinco sentidos y una concentración clave para no cometer erratas. «Había que poner mucha atención en cada movimiento», señala.
Jesús comenta que un cambio importante vino con la llegada de las nuevas tecnologías, primero con las máquinas Ófset y luego con las copiadoras modernas. En el caso de la primera, aunque similar al que llevaban a cabo anteriormente, el proceso era distinto, ya que a la hora de imprimir se hacía previamente en una mantilla, es decir, una especie de plástico, que luego era lo que plasmaba las letras en el papel, y que a diferencia de las tipográficas lo hacía con tinta y con agua tratada. Este aparato contaba también con un mecanismo de aspas que cogía y dejaba los impresos según iba terminando con ellos. «Distinguir el método que se había usado para hacer el trabajo era muy fácil, ya que en tipografía había que ejercer presión y siempre quedaba un relieve o falso relieve en la parte posterior de las hojas», puntualiza.
La evolución de la imprenta
La aparición de las copiadoras y de los ordenadores fue todo un avance, ya que les ayudaron a conseguir esa mano libre tan ansiada. Sobejano concluye que las nuevas tecnologías han aportado su granito de arena al gremio.
«Se trata de uno de los oficios en los que más se ha progresado en materia tecnológica para mejorar la forma de trabajar»
Actualmente, el negocio cuenta con un buen servicio integrado de imprenta y diseño gráfico, prestaciones de impresión y personalización de todo tipo de documentos junto con el propio diseño de los mismos, consiguiendo con este modelo combinado que la imprenta presente los productos finales de una forma rápida y óptima.