Juana I de Castilla: ni tan enamorada, ni tan cegada, ni tan loca
Llegamos a Tordesillas aventados por los aires de marzo y, una vez hubieron depositado el féretro de mi esposo en altar mayor del convento de Santa Clara, nos instalamos en el Palacio Real -¡Qué frías y húmedas sus estancias! – hubo que disponer en él reformas para así habilitarlo con un mínimo de comodidades.
Recordé entonces, recién llegada a Flandes para mi casamiento, el lujo de los palacios y el ambiente festivo de las ciudades, la suntuosidad y la libertad de costumbres en la corte; libertada a mí tango me fue negada.
En verdad ha sido un tormento mi vida, apenas salpicada por algunos pequeños destellos de felicidad. Buenos fueron los años de mi infancia en los que los juegos con mis hermanas menores alegraban mis días, como maravilloso fue el primer encuentro con mi esposo que en mi recuerdo guardo con fervor y magníficos los meses que siguieron a la b oda. Felipe era un hermoso príncipe, alto y vigoroso, pero tan dulce y delicado en el trato que yo no me sentí la más afortunada de las mujeres. Entre nosotros surgió un afecto intenso a pesar de que, pasado algún tiempo, las riñas se convirtieron en algo habitual de nuestra vida; mis constantes exigencias de atención y las diferencias en nuestros fuertes caracteres terminarían probando que él volviera a sus anteriores hábitos de ir saltando de cama en cama.
Me descomponían los celos, lo imaginaba yaciendo con unas y con otras… y mi comportamiento se tornaba iracundo gritando y reclamando sus cuidados, algunos en la corte consideraron estas reacciones un rasgo heredado de mi imponen madre, pero él no me soportaba, me llamaba histérica castigando mis ataques de ira con el encierro y el rechazo; recuerdo cómo después de cada episodio de euforia caía agotada en la melancolía y la tristeza.
A este padecimiento se unió pronto el luto por la inesperada y dolorosa muerte de mis hermanos mayores, llamados a ocupar el trono por propio derecho en la línea sucesoria a Castilla. Estuve como muerta largo tiempo sumida por el sufrimiento en un profundo letargo.
Reclamada fui entonces para ser nombrada princesa de Asturias, ante el devenir de tan funestos sucesos y entonces la idea del regreso a mi adorada tierra y la obligación de estar a la altura de tan grande honor causaron en mí el firme propósito de recomponer mi ánimo. Las Cortes de Castilla me reconocieron legítima heredera, no así al de Flandes al que solo se le otorgó el rango de consorte, una gran jugada de la Reina Católica que no estaba dispuesta a ver cómo el cretino de mi esposo me arrebataba la corona. Él, por supuesto, montó en cólera y sintió gran ofensa, la ambición de Felipe era bien conocida por mi madre que así todo esto ordenó para proteger Castilla y a mi persona. El Habsburgo regresó abruptamente a los Países Bajos y me abandonó en estado de nuestro hijo Fernando – Dios sabe que le supliqué que no lo hiciera – pero ignoró mis lágrimas y yo volví a enloquecer, le imaginé libre entregado en sus artes amatorias y entonces dirigí los ataques de furia hacia mi madre a la que consideré mi carcelera.
No entendí que las intenciones de la Reina no eran otras que enseñarme a gobernar fuerte, segura e independiente y a cambio yo la insultaba con gravedad, absolutamente obcecada por mis endemoniados pensamientos enfrentándome constantemente a ella con terribles arrebatos de cólera por no dejarme partir tras mi esposo. ¿Por qué no te hice caso, madre? ¿Por qué herí tanto tu corazón y te abandoné enferma y debilitada, cercada ya por la inminente muerte? Cambié tu afecto incondicional por el infierno del desprecio y el desdén de Felipe. ¡Qué gran error cometí!, de haber permanecido a tu lado, de haberme entregado a mis deberes me hubiera convertido en grandiosa Regente y en digna sucesora de tan formidable Majestad. Inmenso ha sido siempre mi dolor por este agravio, más aún desde el momento mismo en el que, conocedora de tus últimas disposiciones, comprendí la fe y confianza que, a pesar de todo, me tuviste siempre.
“Ordeno e instituyo que mi universal heredera de todos mis reinos y tierras y señoríos y de todos mis bienes raíces, a la ilustrísima princesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara y amada hija. En caso de que la princesa mi hija, no esté en estos reinos o estando en ellos no quiera entender en la gobernación de los mismos, el rey mi Señor rija, administre y gobierne los dichos mis reinos, en tanto que el infante don Carlos, mi nieto, sea de edad legítima para regir y gobernar”.
Más aún fue mi arrepentimiento ante tan grande demostración de amor, rectitud y respeto a la ley. Convencida quedé de mi papel como transmisora del poder y a mí misma juré el firme compromiso de hacer efectivos los deseos de mi madre y en ello empeñé mi vida en medio de los enfrentamientos de mi esposo y de mi propio padre, entregados a un sucio juego de tronos, en el que en solo una cosa estuvieron de acuerdo: “Apartar a la legítima monarca del trono”.
A la muerte de Felipe pareciera que mi hora había llegado pero no eran mis intenciones el poder, -“la reina loca” decían- nunca estuve tan cuerda; aparentando desinterés por el gobierno y empeñada en conservar el legado de mi madre, ningún enfrentamiento quise con mi progenitor, aún cuando muy ocupado se hallaba este engendrando con la francesa un sucesor que viniera a usurpar a mi hijo la Corona de Castilla. En un acto de determinante libertad, lo que no pocos quisieron convertir en macabro peregrinaje con el cadáver de mi esposo por Castilla, no fue sino la manera de ganar el tiempo para la mayoría de edad de Carlos al tiempo que, mientras el cuerpo del rey permaneciera insepulto, jamás volvería yo a estar obligada a casar con otro.
“Todos contra Juana”, pero a pesar de las traiciones, de los encierros y torturas, incluso por encima del apoyo hacia mí demostrado de nobles y comuneros, me dispuse llevar a término lo que por legítimo se cumpliría.
Y ya desaparecida, casi olvidada, permanezco encerrada entre estos muros que han sido mi casa, mi cárcel y mi destino. Resistiendo hasta la muerte y en soledad, henchido de orgullo mi corazón tengo porque para siempre seré Juana I de Castilla, la primera reina de España.
Por María José Sobejano