Palomas con gentilicio

Palomas con gentilicio

El palomar de Matapozuelos es uno de los mayores exponentes de la cría de paloma bravía en la localidad, siendo desde hace cuatro siglos la residencia de casi 2000 palomas

Matapozuelenses. Así se conoce a los habitantes del municipio vallisoletano de Matapozuelos. Un gentilicio que, tras cuatro siglos tomando como residencia temporal su palomar, ya se ha adjudicado también a las palomas bravías que cada año se adueñan de sus nidales y forman ahí sus familias.

Este edificio, que destaca por la singularidad de su estructura –ya que es cuadrado-, es uno de los centros más representativos de la tradicional cría de paloma bravía en Castilla y León, pero sobre todo en la localidad a la que pertenece, puesto que en ella existe «una arraigada cultura de palomares», según explica Lucía, la técnico de turismo del ayuntamiento y responsable de las visitas al palomar. En la actualidad sólo conservan el de Doña Vicenta y otro, de planta octogonal, que pertenece a la familia Arévalo Fuentes, pero según el Catastro del Marqués de la Ensenada del siglo XVIII, existían seis palomares de paloma bravía en el municipio, un dato que se corrobora en el Catastro de Riqueza Rústica de 1941, y que demuestra la tradición centenaria de Matapozuelos en cuanto a esta práctica.

Rodeado por un olivar, el palomar destaca no sólo por su forma, sino también por la magnitud de su tamaño, ya que todo él es soportado por un grueso pilar central «de catedral», a partir del cual se estructuran los tres muros interiores de tapial en los que se encuentran los más de 1800 nidales. Una construcción que, desde el montículo en el que se encuentra, ha sido testigo de varias generaciones de aves y humanos matapozuelenses.

1.200.000 pesetas, sudor e ilusión

La edificación, conocida con el nombre de ‘El palomar de Doña Vicenta’, data del siglo XVII, fecha en la que la familia de esta lo hizo construir. Con el paso del tiempo, los descendientes de Vicenta fueron abandonando la construcción, hasta que sus muros comenzaron a caerse y la estructura en la que tantas aves habían residido empezó a tambalearse. Fue en ese momento cuando el último propietario –el párroco Don José María-, decidió tirar el palomar, pero un vecino del pueblo, Benito Buenaposada, se enteró de su decisión y quiso disuadirlo, alegando que «el palomar era un emblema para el pueblo y no podía desaparecer».

El propio Benito cuenta que le daba «mucha pena» que demolieran el palomar, ya que «es un edificio que ha visto muchas generaciones, y tirarlo hubiera sido un crimen». El nuevo dueño explica que él le había comprado una tierra a Don José María y que, cuando iban de camino a firmar las escrituras, este les dijo a él y a su esposa que iba a regalarles el palomar con la condición de que lo restaurasen. «Al principio no quería comprometerme a nada, pero luego me di cuenta de que si no hacía algo iba a desaparecer, así que le dije a mi mujer que con 1.200.000 pesetas lo restauraría, y así lo hice, no me gasté ni un duro más», recuerda.

Con ese presupuesto, Benito comenzó a preguntar a unos y a otros por derribos o lugares en los que poder adquirir materiales. «La madera la conseguí de una demolición en Valladolid, donde encontré un camión repleto», señala, y añade que esas tablas, aunque bastante gruesas, estaban llenas de puntas, «me armé de paciencia y las quité una a una. Fue un trabajo de chinos», rememora. Las tejas se las vendieron en Pozaldez, «había muchas partes caídas y eran necesarias muchas tejas, y me dieron tantas que incluso cuando el ayuntamiento ha hecho la última restauración todavía ha utilizado aquellas que compré hace veinte años». Por último, explica que los muros internos los dio de barro y paja, con el objetivo de conseguir un efecto antiguo. «Tardé mucho tiempo en acabar de restaurar el palomar, pero lo hice con mucha ilusión», puntualiza.

«El palomar era un emblema para el pueblo y no podía desaparecer»

Las palomas de Matapozuelos

El palomar de Matapozuelos contaba con una nutrida población de palomas bravías, que se ha reducido notablemente con los años. Sin embargo, son muchas las que aún consideran su residencia esta gran edificación.

El periodo de cría comienza a primeros de abril, y los pichones, que nacen a los 18 días, con un mes ya son capaces de volar fuera del palomar. La reducción del número de palomas no ha reducido el consumo de sus crías, uno de los manjares más arraigados en la gastronomía de esta población, que ha sabido mantener una cultura centenaria.

Benito Buenaposada lamenta que ya no haya tantas palomas como cuando él adquirió el palomar, y considera que se deberían buscar alternativas para atraer a estos animales, como la introducción de nuevos machos cada pocos años. Además, recuerda la cantidad de pichones que comía cuando era joven, «antes había poco que comer, y yo cogía entre diez y doce pichones diarios», y asegura que su plato favorito era el arroz con pichones, una receta «muy rara hoy en día».

Benito Buenaposada, propietario y restaurador del palomar
Atractivo turístico

Buenaposada cuenta orgulloso que trabajó «lo indecible» para arreglar el palomar hace más de veinte años, y manifiesta que es un edificio del siglo XVII y que hay que mantenerlo por muchos siglos más, «ya no por mí, sino por el pueblo». Sostiene que el palomar de Doña Vicenta es un emblema para Matapozuelos y se merece que las generaciones venideras también lo conozcan.

Por ello, el propietario cedió hace unos años el palomar al ayuntamiento, y al menos una vez a la semana, este se convierte en uno de los atractivos turísticos del municipio, y familias y grupos de amigos se acercan a conocer los secretos que entre sus nidales se guardan. La visita incluye el palomar y la torre de la iglesia –conocida como la Giralda de Castilla-, y desde la Diputación de Valladolid se organizan muchas excursiones que incluyen Matapozuelos como parada obligatoria para conocer sus joyas más preciadas. Asimismo, la técnico de turismo del ayuntamiento cuenta que incluso los vecinos del pueblo traen a sus amigos a comer y a conocer estos dos monumentos, poniendo de relieve que, a veces, las cosas más sencillas, son las preciadas.