El alcornocal de Foncastín, un sendero de cuento

El alcornocal de Foncastín, un sendero de cuento

Esta pedanía de Rueda posee una de las rutas turísticas más singulares de la provincia de Valladolid, un recorrido en el que la naturaleza castellana se funde con una inusual arboleda de alcornoques

Érase una vez, en un lugar escondido entre las localidades de Rueda y Tordesillas, se alza la villa de Foncastín de Oliegos. De todos es sabido que este pequeño pueblo está rodeado por un sendero encantado, en el que la magia de su fauna y flora atrapa a los andarines que deciden adentrarse entre la espesura de sus árboles, quedando maravillados por la singularidad de este paraje. Y es que este pinar tiene la particularidad de no estar formado solo por el típico pino piñonero, sino que los robles, las encinas, y el espino albar se suman a la flora del lugar. Pero, sin lugar a dudas, lo que más caracteriza a este camino; el núcleo de toda su magia, se encuentra en su alcornocal. Cien hectáreas de alcornoques que conforman un insólito rincón en el que los visitantes se sumergen en lo que podría ser un bosque de cuento.

«Único». Así define el Sendero del Alcornoque Víctor Alonso, miembro de la asociación del Alcornocal de Foncastín, quien asegura que este tipo de árbol es típico de zonas más calurosas como Extremadura o Andalucía, pero que en Valladolid es «muy raro» de encontrar. Explica también que no se sabe a ciencia cierta cómo llegaron los alcornoques al pueblo, barajando teorías que van desde la plantación premeditada a la floración espontánea, pasando por la versión «que más nos cuadra» que es que con la trashumancia se trajeron bellotas que acabaron brotando. Sea como fuere, Foncastín cuenta con una de las rutas turísticas de naturaleza más singulares de la provincia de Valladolid, en la que «a través de nueve kilómetros» se pueden observar, no solo una gran variedad de árboles, sino que también se pueden avistar jabalíes y corzos, y especies más pequeñas como conejos, liebres, perdices, así como ardillas o lagartos ocelados, «entre otras».

El sendero

El circuito comienza junto a un pequeño parque en la calle Cuesta, en la que se encuentra el panel informativo con el mapa a seguir. Desde aquí, el viajero tiene que tomar la calle Vega y encaminarse hacia el río Zapardiel, para seguir su margen derecha hasta llegar a un grupo de flechas que lo dirigen hacia el interior del monte de Valdegalindo. Por este sendero llegará a lo que los foráneos llaman ‘la Caseta del Cazador’, -una pequeña edificación en la que hacer un alto para descansar, comer o simplemente apreciar las vistas del valle del Zapardiel y la vega del Duero-. Y es aquí donde la flora comienza a hacer su magia y los turistas se adentran en una formación forestal «muy curiosa» en la que, además de pinos, robles y encinas, se encuentra la dehesa de los alcornoques. El sendero continúa por la Sierra de Valdegalindo, para después tomar dirección sur y regresar entre viñedos hasta Foncastín, entrando por la calle de Villameca hasta el punto de partida.

«Se trata de un itinerario muy fácil, que puedes hacer incluso con niños», asegura Ana Serrador, alcaldesa del municipio, quien añade que «está teniendo muy buena acogida y cada vez hay más afluencia de visitantes que vienen al pueblo para hacer la ruta». De hecho, aunque la señalización marca el camino a seguir, los vecinos indican que «se puede hacer en ambas direcciones».

Serrador afirma que lo que a muchos turistas les interesa es presenciar la extracción del corcho del alcornoque, ya que es un momento «muy bonito en el que los árboles desnudos están espectaculares», y que tiene lugar cada diez años.

El éxodo de Foncastín

Víctor Hugo decía que «el amor es como un árbol, crece por sí mismo y echa raíces profundas en todo nuestro ser». Los vecinos de esta localidad aman su alcornocal por su singularidad y por ser una especie superviviente en un hábitat que no es el suyo y, como los alcornoques enraizaron en el pinar, ellos lo hicieron en Foncastín cuando la creación del pantano de Villameca los trajo desde su hogar en Oliegos (León).

El 28 de noviembre de 1945 es la fecha en la que 38 familias de olegarios –unas 200 personas- cargaron toda una vida en un tren que los trajo a la provincia de Valladolid, a las tierras cedidas por el marqués de las Conquistas, para comenzar de cero en un valle en el que las casas y los cultivos aún no eran más que un sueño. Adultos, niños y mayores trabajaron sin descanso durante los primeros meses para levantar sus casas y poner en marcha los sembrados, y mientras sus raíces se unían a la nueva vida, las tierras se regaban con las lágrimas por la añoranza del pasado. Desde entonces, 76 años han pasado creando una nueva historia alrededor de las lindes de Foncastín, donde los vecinos más longevos tienen más años que el propio pueblo.

Carlos Carrera, vecino del municipio, señala que su madre tenía quince años cuando se produjo el éxodo y que para ellos fue duro dejar atrás su pueblo natal, «imagina tener que abandonar tu vida, tu casa, tu pasado y hasta tus muertos», puntualiza. «Independientemente de que cuando ya estuvieron aquí, comparando los dos tipos de pueblo y los dos tipos de vida y de economía, muchos de ellos coinciden en que aquí la vida era mejor, no quita que los comienzos fueron muy difíciles».

Carrera cuenta que su padre, «un hombre dinámico, alegre y muy emprendedor», siempre decía que la vida en Foncastín era más fácil y que, si se hubieran quedado en Oliegos quizá no podría haber dado a sus hijos la posibilidad de estudiar, pero matiza que incluso con la vitalidad que desprendía su padre y lo que decía, «también le he visto derramar más de una lágrima cuando hablaba del pasado. Era la contradicción entre la razón y el corazón».

La alcaldesa, nieta de una de las trasladadas, afirma que a ella «le da mucha pena» pensar en cómo tuvieron que vivir aquél momento. «Mi abuela me contó como al principio tenían que vivir familias enteras en una misma casa mientras se iban construyendo el resto, y a eso hay que sumarle los trabajos de labranza y el cuidado de los animales».

Con vistas al futuro, pero sin olvidar el pasado, las mujeres que aún viven y vinieron de aquel pueblo leonés, han hecho una recopilación de palabras típicas que han plasmado en piedra, pizarra o incluso en ventanas viejas para decorar sus casas o las calles de la villa. Además, en diferentes partes del pueblo han colocado distintos utensilios de labranza; un molino; máquinas para la elaboración del vino, como una desgranadora de uvas; e incluso han mantenido ‘el potro’ en el que se herraba al ganado. Todo ello con el fin de que, cuando ellas falten, el pasado no se olvide y los más jóvenes conozcan la historia y recuerden que varias generaciones dejaron sus vidas atrás para que ellos tuvieran un futuro.