De cuando la tragedia invadió Medina
El derrumbe acaecido en el convento de San Agustín durante la función del Desenclavo del Viernes Santo de 1629 acabó con la vida de más de doscientos vecinos, un hecho que aún se recuerda cada día con el toque del Címbalo
Relación del 13 de abril del año 1629 de nuestro Señor, día glorioso de San Hermenegildo, cuando tuvo lugar el lastimoso suceso que, por secretos juicios de Dios, sucedió en el convento de San Agustín de la villa de Medina del Campo, mientras en el sagrado templo del ínclito Africano, acérrimo defensor de la Fe, concurría todo lo noble y plebeyo de la dicha villa a sentir y meditar, con pío afecto y católico celo, el entierro de Cristo. Predicando el padre Fray Juan Deza, llegando al momento del sermón en el que trataba el sentimiento de las criaturas tras la muerte del Mesías, quiso la ira de Dios que se desatase el desastre y la tragedia invadiese Medina.
Así comenzaban las crónicas de la época el día después de que, durante la función del Desenclavo, las bóvedas del cuerpo de la iglesia de Ntra. Sra. De Gracia cediesen y se viniese abajo toda la estructura sobre la concurrencia que allí se encontraba, causando, como aquellos relatos referían: “la mayor ruina y miseria que han visto y oído las edades, ni puede comprender el juicio humano”, y llevándose consigo o, más bien, sepultando, más de doscientas almas bajo escombros.
Este acto litúrgico, que tenía lugar cada Viernes Santo, se encontraba en ese momento en un punto de conflicto por las ideas contrarias que había en cuanto a su celebración. Pues los primeros atisbos del movimiento de la Ilustración no veían con buenos ojos la escenificación de los momentos de la Pasión con figuras articuladas; un pensamiento que entraba en contraposición con la idea que la iglesia tenía de él, ya que lo veía como una ceremonia importante por su función catequizadora y que, dada la época y el analfabetismo reinante sobre las clases más bajas, servía como método de que el mensaje llegase de una manera fácil de entender para ellos.
En Medina del Campo su celebración se había iniciado hacía tres años, a las tres y cuarto de la tarde, y a ella acudían con devoción no solo los religiosos de todos los estamentos de la villa, sino también de toda la tierra y comarca, de tal manera que el templo de Nuestra Señora de Gracia se llenaba en su totalidad.
En aquel momento de 1629 se encontraba la parroquia en obras para incorporar las bóvedas al cuerpo del mismo, y había grandes vigas hincadas en el suelo a las cuales se estribaban los andamios. Desde el comienzo de la mañana, los claustros y calles de la parroquia empezaron a llenarse de aquellos que no quería perderse la función, desde gente principal, eclesiástica y seglar, hasta pueblo llano; y a las dos y media el padre Fray Juan Deza se subió al púlpito y comenzó su sermón. Pero a las tres, cuando el predicador llegó a la parte de la muerte, la vida tal y como la conocían hasta entonces los medinenses cambió.
“Las piedras se hicieron pedazos unas con otras, los monumentos se abrieron, los elementos se alteraron, el sol se oscureció, la luna perdió su luz, el velo del Templo se rasgó de alto a bajo”, rezaba Deza, y al punto de pronunciar esta última frase las crónicas clamaban la justicia de Dios y su ira, pues en ese mismo instante la bóveda dio un ensordecedor estallido, hendiéndose por medio y dejando caer con gran estruendo las vigas, tablas y cuartones de los andamios sobre las personas que estaban debajo quienes, sin poder salvarse debido a lo apretados que estaban, perdieron la vida en el acto.
El polvo, en una nube espesa, se unió a la confusión y a los gritos de quienes estaban atrapados; y en medio de la oscuridad se desplomó la otra mitad de la bóveda, arrastrando consigo las vigas y maderas que había; y la bóveda mayor, de gran envergadura, cayó después dando en la reja de la capilla mayor y haciéndola pedazos, provocando además el derrumbe de la extremidad de esta parte de la iglesia.
Con el terror reflejado en sus ojos, y viéndose cada vez más cerca de los brazos de la muerte, las personas atrapadas entre los escombros emitían unos sonidos que encogían el alma, pues llamaban las mujeres a sus maridos, las hijas a sus madres, otros a los hermanos, amigos o parientes, cayendo en un discurrir imaginario de delirios. Unos con los brazos destrozados, otros los pies, abiertas las cabezas y las piernas quebradas, y algunos sin manos, daban lastimosos y crecidos gritos pidiendo auxilio e invocando a Dios y a todos los santos, a sabiendas que el socorro nunca iba a llegar y que las tres caídas de lo fabricado siempre podían tornarse en una cuarta, acabando con su angustia. Tal eran los quejidos sin aliento que las gacetas los describieron como que “pudieran enternecer a un bronce”.
Ante el horror, los vecinos que aún no habían sucumbido, alborotados por salir, se apretaban en la puerta de la capilla mayor y algunos en la sacristía, y confundidos todos por la búsqueda de la libertad, se atropellaron unos con otros, ahogando muchos sus vidas bajo los pies de quienes pugnaban por salvar la propia sin importar las que dejaban atrás. Y así, los que conseguían salir, ponían sus voces en el cielo, llenos de polvo y desfigurados, y se miraban entre ellos sin creerse aún el haber podido escapar de aquel desastre.
Cuando la vecindad pudo entrar a recuperar los cuerpos la imagen era desoladora: unos sobre otros, miembros esparcidos y todavía podía escucharse algún que otro suspiro bajo las piedras. Pero si una visión llamó profundamente la atención fue la de un hombre transportando la cabeza de su mujer bajo un paño negro, pues atrapada entre miles de personas y viendo cómo un tablón caía sobre ella, la mujer, llamada Ana de la Peña, bajó la cabeza –quizás para un último rezo- y el tablón le segó el cuello, dividiendo totalmente la cabeza de los hombros; y como ella, hubo muchos más que salieron del mismo modo de las ruinas.
Por su parte, los heridos, contados por centenas, dejaron el lugar unos en sillas, otros en brazos, y algunos hasta en carros; los que pudieron se fueron a sus casas, y otros al hospital general. Y los vivos, en los días siguientes, se afanaron por enterrar, de seis en seis, a los más de doscientos muertos -en su mayoría mujeres y niños-, encomendándolos al descanso eterno.
Previo al caos
Quizá fuera una casualidad, o puede que una previa a lo que ese día iba a acontecer, pero en la madrugada de aquel Viernes Santo tuvo lugar, en la iglesia del hospital de la Cruz –ubicado entonces en la plaza del Pan-, un incendio que, sin tener que lamentar pérdidas humanas, sino más bien materiales, pudo haber sido peor si no llega a ser porque un hombre que pasaba por la calle dio el aviso de las llamas. En total, el fuego arrasó cuatro devotas pinturas, dos frontales, dos tafetanes y los extremos del sepulcro del Cristo.
Si bien, las pérdidas en cuanto a joyas y reliquias que tuvieron lugar en San Agustín fueron incontables, pero como se reseñó, ninguna comparable a una sola muerte, pues fueron más de doscientas personas las que perdieron la vida en el desastre, algunos en el acto y otros con cada uno de los derrumbes y las heridas causadas; muchos de ellos pertenecientes al despoblado de La Golosa y la mayoría correspondiente a la clase más baja. En definitiva, una fecha que conmocionó a la villa y se grabó en los anales de su historia.
Tal es así que, en recuerdo de aquellas almas, se estableció que desde ese día, antes de las nueve de la mañana, tuviera lugar el ‘toque del Címbalo’ de la Colegiata. Actualmente, a las nueve menos diez de la mañana, las grandes campanas resuenan en toda la localidad y así los medinenses no pueden olvidar cómo aquel 13 de abril de 1629 la tragedia silenció la villa tras el sonoro estruendo que precedió al desastre.
La función del desenclavo
Este acto, propio de la Semana Santa, consiste en descender a un Cristo articulado de la cruz. En Medina del Campo, donde la mención más antigua de esta ceremonia data de 1626 –tres años antes del desastre-, se instalaba, en el crucero de la iglesia conventual de los agustinos, un Cristo crucificado con los brazos articulados, dos escaleras tras la cruz y, a su lado, una imagen de la Virgen de la Soledad sobre andas. De este modo, durante el sermón, cuando se llegaba al momento del descendimiento, varios frailes subían a las escaleras y seguían los pasos marcados por el predicador que les ordenaba retirar la corona de espinas, los clavos de las manos y de los pies, para írselas entregando al oficiante, quien se los presentaba a la Virgen al tiempo que hacía comentarios piadosos aludiendo a cada uno de ellos. Una vez desenclavada la imagen y sostenida por una sábana del torso se descendía, se le presentaba a la Dolorosa y, por último, se depositaba en una urna. Finalizada la representación ambos salían en procesión por las calles de la localidad.
Esta escenificación se reproduce fielmente en el cuadro de ‘El mudo Neyra’ de 1722, conservado en la clausura del convento de Santa María Magdalena de MM. Agustinas, en Medina del Campo. Un lienzo en el que aparece representada la escena del Desenclavo de Cristo tal como se efectuaba en la villa vallisoletana hasta el tiempo de la exclaustración de 1835.